Llegó a España antes de cumplir los catorce años y se formó y ganó un concurso de cortadores de jamón. Una exquisitez de la que no conoce el sabor
"El movimiento rápido y constante, el cuchillo muy afilado, el corte fino". Abdel Karim Haddou (Marrakech, 1977), a quienes todos llaman Karim, duda. Nunca se había parado a pensar cuáles son los secretos de un buen cortador de jamón. "Simplemente, se me da bien". Tampoco en el más remoto de sus sueños imaginó que un día su profesión estaría relacionada con esa pata exquisita del cerdo que despierta pasiones a su alrededor. No imaginó que cortaría esas finas lonchas que él jamás se ha llevado a la boca, porque es musulmán. "Mi religión me prohíbe comerlo, no cortarlo. En mi país está muy mal considerado, pero aquí he visto a muchos musulmanes atracarse. El aroma del jamón ibérico me parece agradable, pero el sabor no me despierta curiosidad". La mayoría de sus amigos son españoles y cuando compran un jamón lo buscan. "He acabado convirtiéndome en su cortador oficial".
Sólo hace tres semanas que Karim llegó a Barcelona. Nada más tres semanas que tiene su primer trabajo, con 24 años, aunque se subió a una patera pocos días antes de cumplir los 14. Trabaja en el nuevo bar Bar-Bas, a dos pasos de la plaza Catalunya, que acaba de abrir. El día que se estrenó en su puesto, firme ante una pieza del mejor jamón, temió haberse olvidado de ese dominio técnico del corte que en el 2009 le valió el primer premio en un concurso de cortadores en Madrid, donde ha vivido hasta hace muy poco. "Me asusté porque pensaba que ya no sabía hacerlo, hasta que me di cuenta de que el cuchillo no estaba correctamente afilado. El problema se resolvió enseguida".
Karim aprendió en los talleres de la fundación Tomillo, donde él, como otros menores inmigrantes, se formaba en un oficio. "Podías elegir entre cocinero, camarero, electricista o albañil y yo elegí ser camarero, porque me atraía la idea de trabajar de cara al público". Durante los cursos surgió la posibilidad de que los alumnos se presentaran al concurso de cortadores en el que competían chavales de todos los centros de la fundación. Del suyo quedó entre los dos mejores. Antes de presentarse, su profesor hizo una prueba mostrando a un cocinero su propio plato y el de Karim, y el chef eligió el segundo, que calificó de impecable. Luego llegó el esperado día del concurso. Su compañero se hizo un corte y fue descalificado inmediatamente. Él ganó a pesar de que sus lonchas eran tan finas que no alcanzó el peso que se exigía, de 800 gramos. La placa que lo acreditaba como ganador se la quedaron en el centro. "Y yo me fui feliz con el cheque de 100 euros de El Corte Inglés que me gasté en piezas de ropa en un solo día".
El premio le dio acceso a hacer unas prácticas en el Museo del Jamón de la madrileña plaza de España, pero su batalla por conseguir los papeles no había terminado, nueve años después de haber desembarcado en una playa almeriense. Por eso, y porque de vez en cuando recibía una orden de expulsión que lo complicaba todo, no podía realizar el sueño de tener un trabajo de verdad. Pero hace unos meses, a través de otra fundación, La Merced Migraciones, consiguió regularizar su situación. Lo primero que hizo fue volver a casa, por Ramadán, para visitar a su familia. "No reconocí a mis hermanos; había niños en la familia a los que aún no conocía y mayores que ya habían muerto. Mi madre no lloró cuando me vio, pero sí cuando nos despedimos para volver a marcharme".
Es el mayor de cuatro hermanos y el único que, desde niño, siempre se imaginó partiendo y empezando una vida distinta en España. Se fue sin decir nada pocos días antes de cumplir los 14 años. Cansado de que sus padres no le dieran permiso, una mañana desapareció con el dinero que había ahorrado y algo que le prestó su padre para subirse primero a un autobús y después a una patera. "Éramos unas 60 personas, diez de nosotros menores, los únicos que pudimos quedarnos. Habían avistado la patera y nos esperaban a la orilla para devolver a los adultos a Marruecos".
Los ánimos, recuerda Karim, se habían ido desvaneciendo durante aquel viaje interminable. "Al principio todo era alegría, todo el mundo estaba ilusionado y bromeaba. Recuerdo que llevaban comida pero nadie la probó, porque al llegar a mar español empezaron a crecer las olas y cundió el pánico; la gente vomitaba. Cómo podíamos tener hambre si creíamos que íbamos a morir". En aquel momento maldijo la locura de haberse marchado de casa. Pero ya no se arrepiente de nada y está ilusionado. Ha habido, recuerda, momentos malos y momentos buenos. Entre los primeros, dormir en la calle, con frío y sin una manta. "Eso es lo peor de lo peor. Y aquel miedo con el que te acostabas en el centro de menores. No podías dormir tranquilo porque nunca sabías cuándo vendría la policía y se llevaría a cualquiera de los chavales, que no teníamos pasaporte porque ellos mismos lo retenían. A algunos de mis amigos se los llevaron para devolverlos a Marruecos de madrugada y con pijama. En el mejor de los casos te pillaban cuando ya había amanecido y te habías vestido y estabas listo para ir a la escuela o al taller".
Entre los buenos recuerdos, esa sensación, también en el centro, de vivir rodeado de chicos de su país que le hacían sentirse como si estuviera en Marruecos. O la memoria imborrable de aquella primera persona que lo trató con un respeto infinito, el abogado Nacho de la Mata, de la Fundación Raíces, que siempre estuvo a su lado y lo animó. Confiesa que aún no ha superado su ausencia, desde que murió a causa de un cáncer hace dos años. Pero el proyecto Cocina Conciencia, que aquel hombre bueno tuvo tiempo de impulsar, con otros profesionales, basado en la inserción laboral y social de chavales en riesgo de exclusión a través del mundo de la restauración, le ha permitido acceder ahora a un trabajo de verdad. Por eso estos días piensa en él. Su sueño: "Seguir siendo feliz, como ahora. Y tal vez algún día abrir mi propio restaurante. Aquí, en Marruecos, o mejor aún, por qué no en ambos lugares".
Fuente: lavanguardia.com