En las calles de Vallecas, La Vaguada o Villaverde se ofrecen 'delicatessen' robadas a precios de ganga en puestos improvisados.
Vicente es un pirata de la comida robada. Más bien, capitán pirata. O eso le llaman sus cuatro sobrinas, con las que cada lunes y miércoles navega con su Renault gris por las calles de Madrid en busca de grandes supermercados para asaltarlos. El Mercamadrid de la M-40 es el más recurrente.
Vicente espera en el coche mientras las mujeres desenvainan sus armas: grandes chaquetones con muchos bolsillos para poder esconder bien los productos. Veinte minutos después salen con el botín: ocho sobres de jamón de york, tres de jamón ibérico, cuatro paquetes de quesitos, dos mortadelas y tres botes de paté de hierbas que les ha encargado una vecina de Vallecas. En este barrio madrileño, en la calle Pedro Laborde, todos los días las sobrinas de Vicente venden comida robada. Mucha de ella por encargo. Porque la compraventa de productos robados es un negocio.
En España, se producen más de 130.000 hurtos anuales en supermercados. Tres mil millones de euros en pérdidas. Y en la capital, estos mercadillos ilegales se han convertido en un fenómeno en pleno auge con la crisis. «Desde 2009 se han multiplicado. Puede haber hasta 50 puestos ilegales muchos días. Venden alimentos muy por debajo de su precio que encuentran fácil comprador. Y así es muy difícil que los comercios legales de la zona puedan competir», afirma Antonio, que tiene una tienda de comida justo enfrente de donde se pone uno de los piratas a vender sobres de chorizo y jamón por un euro.
A las 10.30 los clanes empiezan a tomar Pedro Laborde, una de las vías más comerciales de Vallecas. Les basta con una gran caja de cartón para montar sus particulares mercadillos ante la mirada indignada, pero acostumbrada, de los tenderos que trabajan en los 200 establecimientos legales que ocupan los 300 metros de calle.
«¡Seis ajos a un euro!», grita una de las mujeres, que también vende paquetes de arroz y legumbres. A su lado, otro hombre intenta hacer negocio con pizzas congeladas. Acaba de vender una de cuatro quesos por 1,80 euros. En el supermercado que está al lado cuesta 2,64. Al preguntarle a la compradora si tiene el justificante de alguna de sus compras, se ríe y dice que lo ha tirado.
Apoyado en una pared, a mitad de la calle, está Vicente acompañado de varios hombres. Uno de ellos, el más mayor, un tipo corpulento vestido con camisa y americana negra, es el que controla todo el negocio ilegal. Dirige a cada uno de los vendedores y tiene a dos chicas jóvenes a la entrada y a la salida de la calle para vigilar si viene la Policía.
Cuando aparecen los agentes municipales, a media mañana, los vendedores ya han sido avisados. Les ha dado tiempo a desmontar sus puestos y a esconder la comida en el maletero de los cuatro coches que tienen aparcados en cada esquina de las calles que cortan esta vía comercial.
Tienen todo perfectamente estudiado. La Policía recorre durante una hora la calle, recogiendo los cartones que han dejado los gitanos en su huida. Pero al marcharse, recuperan sus dominios para así continuar lucrándose de un negocio ilegal que los agentes no pueden controlar. «Sabemos lo que hacen y por eso venimos aquí habitualmente. Pero las pocas veces que les pillamos les retiramos los productos y les ponemos una multa entre que pagan sin problema. No podemos hacer más. Esto es más un problema moral, y tienen que ser los vecinos, que son los que compran, los que tienen que acabar con esta actividad ilegal», relata un agente. Las sanciones por estas acciones oscilan entre los 150 y los 1.000 euros.
Según datos de la policía municipal, en 2014 se realizaron 14.300 intervenciones por infracciones alimentarias, un 28% más que el año anterior. Las autoridades estiman que son cientos de personas las que venden alimentos robados en los distritos de la periferia. Desde el Puente de Vallecas, La Vaguada, hasta Villaverde.
Son la gente del barrio, sobre todo jubilados con una pensión pequeña, los que adquieren estos alimentos sin preocuparles su procedencia y estado. «Yo sólo sé que este paquete de jamón aquí me cuesta un euro y en el supermercado tres», se defiende una vecina.
Lo que más llama la atención al pasar por los puestos improvisados son los productos delicatessen que algunos venden: jamón ibérico de bellota por tres euros. Nos llegan a ofrecer boquerones, anchoas y hasta un bote de caviar por siete euros. «¿Qué quieres? Pídemelo y yo mañana te lo consigo», grita uno de los hombres. Porque aquí también se puede comprar a la carta. Todo vale para mantener un negocio ilegal capitaneado por estos piratas de la comida robada.
Fuente: elmundo.es